miércoles, 6 de noviembre de 2013

CONVERSOS, CONVERSIONES, CONVENCIONES



La Reforma protestante del siglo XVI fue plural en sus protagonistas: Lutero, Calvino o Zuinglio, pero también los anabautistas de la reforma radical, los no violentos como Menno Simons e incluso los más belicistas de Münster. La realidad plural del protestantismo actual, también en España, es un eco de aquella pluralidad de ayer.

Plurales fueron también las consecuencias de la Reforma en ámbitos sociales, políticos, culturales y, desde luego, teológicos. Por lo que hace a este último aspecto, en esencia, la Reforma no hizo sino subrayar el elemento básico de la fe cristiana: el encuentro entre cada individuo y Dios, un encuentro con proyección comunitaria pero personal en su origen. Ese encuentro, del lado divino se resume en su autorevelación, del lado humano lo llamamos conversión.

El Evangelio afirma que motor inmóvil de Aristóteles o el Dios no conocido de los griegos (Hch.17,23), irrumpe en la vida de los seres humanos, en el tiempo y el espacio, se nos da a conocer a sí mismo en Jesucristo. Cristo es el Verbo de Dios, no un sustantivo ni un mero adjetivo sino Verbo, acción divina a favor de todos los seres humanos sin excepción. “El cristianismo es esencialmente una religión histórica, basada en la afirmación de que la encarnación de Dios en Jesucristo fue un evento histórico que tuvo lugar en Palestina cuando Augusto era emperador de Roma. (…) En Jesús de Nazaret Dios  tomó la naturaleza humana una vez y por todo y para siempre; su encarnación en Jesús fue decisiva, permanente e irrepetible, el momento decisivo de la historia humana y el principio de una nueva era”[1].

Las buenas nuevas del Evangelio anuncian que Dios se acerca a los hombres y lo hace a impulsos del amor: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros … lleno de gracia y de verdad” (Jn.1,14); que el Hijo del Hombre se hace menor que el más pequeño de nosotros: “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.” (Filip.2,7-8); que todas las intenciones de Dios hacia el ser humano se resumen en esa cruz en la que el Hijo del Hombre hizo suya nuestra rebeldía contra Dios, pagó nuestras culpas, y en su resurrección garantizó nuestra reconciliación con Dios y nuestra propia resurrección. Por esto y a pesar de los asombros o las burlas, el apóstol Pablo resume el Evangelio como “la palabra de la cruz” (1ªCor.1,18) y esencia la locura de su predicación (1ªCor.1,21) en esta rotunda declaración de intenciones: “nosotros predicamos a Cristo crucificado” (1ªCor.1,23).

Tal Evangelio, añade el apóstol es “poder de Dios para salvación a todo aquel que cree” (Rom.1,16); poder para hacer nuevas todas las cosas. El diagnóstico de Eclesiastés en términos humanos es que “nada hay nuevo debajo del sol” (1,9): “Así piensa el Eclesiastés. No existe el progreso del hombre. Éste puede tener instrumentos cada vez más perfectos. Puede manipular más cosas. Puede hacer más. Pero el hombre no es más. Su vida no es distinta.”[2] Sin embargo el Evangelio es el anuncio de algo radicalmente nuevo, no mejorado ni evolucionado sino distinto, radiante: Cristo, “la estrella resplandeciente de la mañana” (Apoc.22,16). Lo anuncian los profetas: “He aquí que yo hago cosa nueva; pronto saldrá a luz” (Is.43,19). (Id. 42,9; 65,17; Ez.11,19; 18,31; 36,26). Lo anuncia Jesús: “vino nuevo y odres nuevos” (Mt.9,17; un “nuevo pacto en su sangre” (Mt.26,28); un “nuevo nacimiento del Espíritu” (Jn.3,7). Lo anuncian los apóstoles: “una vida nueva” (Rom.6,4); “el régimen nuevo del Espíritu” (Rom.7,6), ser hechos “nuevas criaturas” (2Co.5,17), ser “vestidos del nuevo hombre” (Ef.4,24).

En Jesucristo, Dios recrea todas las cosas, las hace nuevas. Jesucristo es la novedad de Dios. Por eso el apóstol Pablo proclama: “si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.” (2ªCor.5,17). Dios invita en Jesucristo a todos los seres humanos a participar de esa recreación, de un nuevo nacimiento, un nacer del Espíritu (Jn.3,5) que se ofrece a todos sin excepción: “[Dios nuestro Salvador] quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1ªTim.2,5). Esta es la declaración cumbre del Evangelio: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” (Jn.3,16)

El Dios que se acerca a los seres humanos en Jesucristo sólo espera de cada uno de nosotros una respuesta. Dios nos ha creado con capacidad de responder y por tanto responsables de nuestra respuesta[3]. Dios espera tan sólo una respuesta de fe, entendida al modo hebreo (confianza obediente), para hacer efectiva en cada persona esa obra de restauración, de recreación, de reconciliación en todas las dimensiones de la existencia. Esa es la predicación de la Iglesia: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación. Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios.” (2ªCor.5,19-20). Esa respuesta-experiencia que salva, recrea y reconcilia la llamamos conversión.

Convertirse es convertirse a Jesús por medio de la fe, y a través de Jesús convertirse a Dios (Jn.14:1,6), y en Dios convertirse al semejante. Por medio de la conversión el ser humano queda bajo la soberanía de Dios y la vida es transformada en su totalidad de manera que adquiere un nuevo contenido y una nueva dirección. Los conceptos de arrepentimiento, penitencia y conversión están estrechamente vinculados en el Nuevo Testamento. Tres grupos de palabras caracterizan los distintos aspectos de esta realidad: “epistrépho” “metamélomai” y “metanoéo”. Los dos primeros especialmente aluden a la conversión de la persona, entendida como transformación total de la existencia humana por la acción del Espíritu Santo.[4] En su uso profano, “Epistrépho” y “metamélomai” designan un movimiento de volverse, dar la vuelta, cambiar de dirección, y por extensión cambiar de modo de pensar y de comportamiento. Calvino escribe que la verdadera conversión consiste en la “vivificación del Espíritu”[5] y es que en el contexto neotestamentario el énfasis determinante está en el protagonismo del Espíritu Santo en ese proceso, en su dimensión sobrenatural, en la intervención “tangible” de Dios a favor de la persona por el Espíritu Santo.

Por ese ingrediente esencial sobrenatural, la autorevelación de Dios al hombre y la conversión del hombre a Dios en Jesucristo se concretan no sólo en dogmas precisos sino, sobre todo, en novedad de vida, para que toda persona pueda llegar a ser en Cristo todo lo que Él diseñó en la Creación y que se completará al final de los tiempos. Todas estas declaraciones son vitales, existenciales y confirman su verdad (o mentira) por la experiencia (o su ausencia) en la vida concreta, de personas concretas, en sus vivencias concretas.

Las palabras confunden a veces e invocar conceptos como corazón, experiencia o sobrenatural, puede hacer suponer a algunos que el Evangelio de Jesucristo tiene que ver con misterios para iniciados o “fantasías espirituales animadas de ayer y hoy”. Nada más lejos de la verdad. En este sentido puede ayudarnos el modelo y el testimonio de Blas Pascal, hombre de ciencia , hombre de pensamiento, y hombre de fe. Vivió en la Francia racionalista del siglo XVII y fue un ejemplo sobresaliente de aquella época.[6] Pero Pascal señala que existen dos modos de saber y frente (además de) al “orden de la razón”, invoca el “orden del corazón”, una intuición dinámica, vital de los principios del conocimiento. La parte de la realidad que corresponde al orden del corazón se escudriña con un “espíritu de sutileza” (ésprit de finesse), una intuición viva que alcanza a la esencia misma de las cosas, en un modo propio del que la razón no participa: “El corazón tiene razones que la razón no conoce.”[7] Pascal advierte que Dios no puede ser conocido por la “razón” sino por el “corazón”: “Es el corazón el que siente a Dios y no la razón. He ahí lo que es la fe. Dios sensible al corazón, no a la razón.”[8] El resultado de esta perspectiva es mucho más que una ordenada composición de dogmas teológicos, es una experiencia vital con Dios en Jesucristo por el Espíritu Santo: “El Dios de los cristianos no consiste en un Dios autor simplemente de las verdades geométricas y del orden de los elementos; esta es la parte de los paganos y de los epicuros. No consiste solamente en un Dios que ejerce su Providencia sobre la vida y sobre los bienes de los hombres, para dar una feliz sucesión de años a los que le adoran; esta es la arte de los judíos. Pero el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de los cristianos, es un Dios de amor y de consolación; es un Dios que llena el alma y el corazón de los que El posee; es un Dios que les hace sentir interiormente la propia miseria, y su misericordia infinita; que se une al fondo de su alma; que la llena de humildad, de gozo, de confianza, de amor; que les hace incapaces de otro fin que no sea El mismo.[9]

A la muerte de Pascal se encontró cosido al forro de su abrigo un sencillo Memorial que daba cuenta de su propia experiencia y que comenzaba así:

AÑO DE GRACIA DE 1654
Lunes, 23 de noviembre, día de san Clemente, papa y mártir, y otros mártires.
Víspera de san Crisógeno, mártir, y otros.
Después de las diez y media de la tarde hasta alrededor de las doce y media de la noche.

FUEGO

“Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob”, no de los filósofos ni de los sabios.
Certidumbre. Certidumbre. Sentimiento. Alegría. Paz.
Dios de Jesucristo.
Deum deum et Deum vestrum
“Tu Dios será mi Dios”.
Olvido del mundo y de todo lo que no sea Dios.
Él sólo puede ser encontrado por los caminos que enseña el Evangelio.
Grandeza del alma humana.
“Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido”.
Alegría, alegría, alegría, llantos de alegría. ….[10]

La Reforma protestante supuso, entre otras cosas, la descalificación de una experiencia religiosa reducida a “letra muerta”, de un escolasticismo que después de siglos fructíferos había quedado limitado a un mero ejercicio de malabarismo especulativo, un recitado autojustificativo de autoridades humanas que citaban a otras autoridades humanas y así, de cita en cita, reduciendo la Iglesia, la teología y la experiencia cristianas a una casa de citas. Frente a semejante estado de cosas los reformadores regresaron firmemente a la autoridad de la Biblia pero también a la vitalidad del Espíritu Santo, que hace viva, eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos a la Palabra de Dios en el ser humano (Heb.4,12). Desde esta perspectiva reformada-renovada Menno Simons escribió: “La Palabra de Dios no reconoce otros cristianos sino aquellos a quienes se les ha predicado la pura doctrina de Cristo en el poder del espíritu y que la han aceptado en verdadera fe por la obra del Espíritu, y que por la vida simiente de Dios han nacido de nuevo en Cristo Jesús y que, por el poder de ese nacimiento, han sepultado en verdadera penitencia la pecaminosa vida antigua y se han levantado resucitando en Cristo.”[11]

Esta es la verdadera apuesta y propuesta del Evangelio de Jesucristo que la Reforma protestante iluminó rescatándola de reducciones humanas, demasiado humanas. Este es el verdadero Evangelio que los hijos de la Reforma protestante oscurecieron de nuevo, apenas unas décadas después de su nacimiento, al reducir sus intuiciones a una nueva escolástica, ahora luterana, reformada, pero de nuevo humana, demasiado humana. La “sana doctrina” no es ortodoxia muerta: la sana doctrina es literalmente “higiénica” (1ªTim.1,10) porque trae salud espiritual. La advertencia reformada de “ecclesia reformata semper reformanda” (que apareció probablemente por primera vez en el siglo XVII en alguna de las declaraciones de las iglesias de los Países Bajos) debe aplicarse a todos los aspectos de la fe cristiana, cuidando de mantener viva la conciencia y la experiencia de la intervención concreta de Dios en la vida de los seres humanos, en el nombre de Jesucristo por el poder del Espíritu Santo, que hace nuevas todas las cosas. Todo lo demás son convenciones.

Una representación gráfica de estas verdades la ofrecieron un grupo de jóvenes en el Paraninfo de la Universidad de Valencia, un solemne salón del siglo XVII, una tarde de invierno a finales de los años setenta. Entonaban con más voluntad que acierto una sencilla canción. No formaban parte de una Coral ni menos aún eran intelectuales, ni siquiera estudiantes. Eran jóvenes heroinómanos ya rehabilitados. El texto de su canción estaba tomado de unos versículos conmovedores del profeta Joel: “Os restituiré [promete Dios] los años que comió la oruga, el saltón, el revoltón y la langosta” (2,25). El profeta anunciaba al pueblo de Judá la promesa divina de restaurarles por completo tras un tiempo ruinoso. Tal había sido también la experiencia de aquellos jóvenes, de cuerpos todavía demacrados pero ya personas restauradas. Este es en esencia el propósito del Dios de amor para todos los seres humanos a través de Jesucristo: conversión para salvación, restauración, reconciliación. Ese es el fruto de toda conversión genuina a Dios en Cristo: vida, vida abundante, vida eterna (Jn.10,10).

  
Conferencia pronunciada en la celebración del Día de la Reforma, organizada por el Consejo Evangélico de Madrid, en el Paraninfo de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense. Madrid, 31 Octubre 2013.


[1] John Stott: The contemporary Christian. Inter-Varsity Press, 1992. Pg. 308-309.
[2] Jacques Ellul: La razón de ser. Meditaciones sobre el Eclesiastés. Barcelona: Herder, 1989. Pg.72. 
[3] Emil Brunner: La verdad como encuentro. Barcelona: Editorial Estela, 1967.
[4] L.Coenen, E.Beyreuther, H.Bietenhard: Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, vol. I. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1985. Pgs. 331ss.
[5] Juan Calvino: Institución de la Religión Cristiana. (III,iii,5)
[6] Físico: Siendo niño escribió un estudio sobre acústica: Tratado de los sonidos. Diez años después realizó su mayor descubrimiento como físico: los experimentos en torno al vacío. En sus Nuevos experimentos en torno al vacío afirmó que los efectos que se atribuían al “horror al vacío” se debían al peso y a la presión del aire. En el Tratado sobre el equilibrio de los líquidos y la pesadez del aire (1654) formuló la teoría del equilibrio hidrostático y desarrolló algunas aplicaciones prácticas, como la invención de la prensa hidráulica. Matemático: A los doce años, a modo de juego, descubrió el teorema treinta y dos de Euclides: “la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos ángulos rectos”. A los dieciséis años escribió un Tratado de cónicas, en el que exponía el teorema que hasta hoy se conoce con su propio nombre (o exágono místico). Creó la “geometría del azar”, contribuyó a sentar las bases del cálculo de probabilidades. En 1658 resolvió el llamado problema de la ruleta (para distraerse de un fuerte dolor de muelas) y puso las bases de lo que hoy conocemos como cálculo integral. Ingeniero: Para ayudar a su padre en su función de “comisario diputado para el impuesto”, tarea que le exigía realizar largos y trabajosos cálculos, diseñó a los dieciséis años una de las primeras calculadoras, siendo el primero en resolver las dificultades técnicas que impedían su correcto funcionamiento. Suyo fue, como ya hemos dicho, el invento de la prensa hidráulica. Urbanista: Para ayudar a los pobres organizó lo que sería la primera compañía de ómnibus de Paris. Polemista: Sus Cartas Provinciales, textos escritos en defensa del cristianismo jansenista de Port-Royal, además de su valor teológico, se convirtieron en una obra maestra de la literatura francesa, supusieron el nacimiento del francés moderno, e inauguraron un nuevo género literario: el panfleto (se llegaron a tirar diez mil ejemplares de esas cartas, repartidas por París). Apologista: Durante años fue recopilando una enorme cantidad de notas con intención de elaborar una apología en favor de la fe cristiana que moviera a los incrédulos a reconocer su necesidad de Dios. La compilación póstuma de esos apuntes fragmentarios se conoce como Pensamientos, la obra más reconocida de Pascal. Además, escribió La oración para el buen uso de las enfermedades y otros opúsculos de carácter piadoso.
[7] Blaise Pascal: Pensamientos. Madrid: Alianza Editorial, 1986. Pg. 131. Edición de Lafuma, 423.
[8] Blaise Pascal: Pensamientos. Op. Cit. Pg. 131. Lafuma, 424.
[9] Blaise Pascal: Pensamientos. Op. Cit. Pg. 144. Lafuma, 449.
[10] Citado en Carmen Herrando: Blaise Pascal. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2010. Pgs. 98-99.
[11] Menno Simons: “Una patética súplica a todos los magistrados” (1552). In Textos escogidos de la Reforma radical. Compilador, John Yoder. Buenos Aires: La Aurora, 2007. Pg. 367.